Por: Laura Marcela Toro Calderón (colaboración)
La cuestión del profesionalismo en un campo con tantas ambigüedades como el periodismo se ha tornado en uno de los temas apetecidos para discurrir. La situación del impacto de los medios, el poder que alcanzan en el sistema social mundial, sus efectos, sus dimensiones de acción, sus procesos, entre otras cosas, han sido tópicos de importante interés para el debate.
Ahora bien, una de las conclusiones en que culminan dichos espacios de opinión es la de si la labor del periodista constituye un oficio o una profesión, o de manera más profunda, si es cierto su profesionalismo.
No hace falta ir más allá de lo necesario para percatarse que aquello que entraña una discusión, sobredimensionada en ocasiones, es el tema de la ética y la moral en el ejercicio de la comunicación periodística; algo realmente muy sencillo de comprender aunque no de efectuar.
La moral, como lo es sabido, comprende el conjunto de comportamientos o actitudes derivadas de las costumbres o experiencias particulares del individuo que lo conducen a optar por una decisión u otra respecto a determinada situación, la cual no trasciende más que al resultado exacto que generan sus actos individuales. De esta manera, que la persona haga o deje de hacer lo que los demás esperan de ella no incide más que en la percepción subjetiva de los otros acerca de su personalidad; para algunos estará bien –será moral-, para otros, no –será inmoral-, mas ello no afecta los estados de convivencia, de organización, de equilibrio social, etc., existentes.
No así sucede con la ética que constituye, como lo menciona el docente Pablo Álamo Hernández en una de sus publicaciones, el resultado de un previo consenso normativo que es superior a la conducta individual pues de hecho existe para regular ésta; permite conservar la armonía de un sistema, facilitar su gobernabilidad y evitar actos ‘delictivos’, ‘anormales’, ‘inadecuados’ o como se les quiera denominar; es común a todos, no considera puntos intermedios, circunstancias, eventos, situaciones o singularidades, se dice que el sujeto es o no ético (acorde a si ha actuado conforme a la ley o, por el contrario, la ha infringido). La mayoría de las leyes que comprenden la ética son reconocidas y asumidas culturalmente, sin un explícito tratado o acuerdo, razón por la cual poseen valor sólo dentro de su contexto funcional.
“Cuando hablamos de Ética nos referimos a dos cuestiones bien distintas, dos campos diferenciados en cuanto a la lógica que los organiza. Por un lado, tenemos la dimensión normativa, y por otro la dimensión del sujeto con sus derechos y deberes como persona. Estos dos campos conllevan modos diversos de abordar cuestiones fundamentales. Si se hace énfasis en la norma, la deontología, los códigos y la ley en general constituirían el principal objeto de estudio.”(1).
De esta manera, es clara la divergencia entre los dos conceptos; ética y moral no serán nunca vocablos sinónimos. Sin embargo, sería ilógico sostener que por ser distintos, uno y otro concepto no convergen y se relacionan de alguna manera, aún más, cuando tienen en común el ser humano, visto como individuo o como miembro de un sistema social.
En un esfuerzo por llevar el término a su lugar en el periodismo, la ética no es otra cosa que el constructo discutido y concertado por sus miembros a partir de una evolución histórica consciente de sus efectos y una necesidad de orden de su labor en una sociedad que por múltiples razones pareciera no comprender sus límites.
Sin embargo, hablar de ética en una profesión todavía en trance de instituirse con solidez, con el respaldo social y la protección real del Estado que ello implica, es aún un punto en el horizonte cuyo logro advierte un largo recorrido, más guiado por la voluntad del periodista que por la conciliación. Ni siquiera las leyes gubernamentales garantizan el cumplimiento de las premisas éticas esenciales y, por el contrario, es el Estado quien se muestra como el más interesado en impedir un mejor desempeño del periodista.
Parafraseando aquello que mencionó en algún momento Gabriel García Márquez, pareciera que los instrumentos del periodismo avanzan a mejor ritmo que su propio conocimiento acerca de la profesión y la forma menos lasciva de ejercer la libre expresión.
De otra parte, quien se encarga de garantizar el aprendizaje de los instrumentos y demás herramientas propias del periodismo es precisamente la academia, pero ésta es sólo una instancia que atraviesa la vida del sujeto de manera significativa, como otras tantas, aunque sin determinar con certeza las acciones que éste adelantará a futuro en su vida laboral; este hecho permite inferir que el alcance de un profesionalismo en el estudiante de periodismo es más una utopía nutrida de conceptos y alimentada de fundamentos diversos que le otorgan cierta relevancia, valor agregado y tinte de autoridad a su proceso formativo, pero al tiempo, basta observar con algo de crítica y detalle el panorama real que rodea el ejercicio a diario, para percatarse que tal conocimiento está a fin de cuentas determinado por la percepción particular del sujeto: sus convicciones, personalidad, principios, política y filosofía de vida.
Entonces, ¿Cómo hacer del periodismo una profesión? Es la pregunta inmediata que surge cuando se da por sentado que pese a la existencia de códigos normativos de conducta en el ejercicio laboral, el hombre, en su libertad de actuación, se debe finalmente a su moral y no a su ética.
A este punto es pertinente una aclaración. Resulta no sólo frustrante sino inconcebible replantear una academia que prescinde de su labor educadora y promotora de ética profesional, en efecto, no se trata de eso, tal cosa sería en otros términos ‘enviar al soldado a la guerra con un cortaúñas’, a sabiendas que el medio lo inundará de situaciones que con seguridad le exigirán una competencia adicional para deliberar de manera correcta y consecuente a las dimensiones de su trabajo y en distintas oportunidades será incluso medido en función de un conocimiento que, se supone, domina a la perfección.
De otra parte, el proceso mismo de deliberación se hará menos dispendioso, costoso y bochornoso; y más productivo, eficaz y asertivo, si tal sujeto ha recibido antes una adecuada orientación. Lo cercana a la realidad que resulte dicha formación, lo fehaciente que sea su representación de todo aquello que sucede ‘afuera’, en los medios, en las empresas, en las instituciones, etc., incidirá también en el valor o credibilidad que el sujeto pueda otorgarle y en qué tanto de ella aplica en su práctica laboral. Ésta, por supuesto, es otra de las cuestiones imperantes que competen a las escuelas de comunicación y periodismo.
Pues bien, el que la academia se quede corta en la ardua labor de enseñar ética con éxito (algo que requiere excepcionales habilidades para la persuasión, pedagogía, instrucción, etc.), si bien no la hace culpable, por ahora, sí sugiere que la definición del profesionalismo debe estar sustentada en otros factores. Y lo es tan así que está dada, ya por el conocimiento y práctica de su marco ético, como por la interiorización de los supuestos básicos del bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, lo adecuado e inadecuado, lo importante y lo irrelevante, etc., que distinguen la moral del hombre y que está ligada incluso a su sentido común y emociones más íntimas.
De modo que, si lo que se quiere es determinar de qué manera o en qué momento el periodista se convierte en un profesional, con toda la carga de responsabilidad y compromiso social que conlleva su labor, es indispensable comprender que su trabajo es producto siempre de una negociación entre una convención de códigos –para los cuales no hay o existen pocas sanciones jurídicas-, una conciencia o “fuerza moral” subjetiva que conduce su pensamiento hacia lo correcto o favorable (según el orden de prelación que ha otorgado a su bienestar o el de los otros), y unas emociones y contexto que determinan finalmente el cauce de sus conductas o decisiones. Si hay algo que ningún periodista puede evadir y a lo que sólo el profesional sabe enfrentarse es a determinar cuál de estos tres procesos pesa más en su ejercicio; por sencilla o trascendental que parezca su decisión, dejará en evidencia lo que prima en su auto-concepto.
Quizá, como dice Jorge Faundes(2), el paso a seguir es llevar la ética al nivel de las emociones o de las costumbres y lograr que el sujeto interiorice las normas a manera de filtros que no pueda evadir moralmente, dicho de otro modo, hacer de la ética, no importa la circunstancia, la moral –bien vista- del individuo; o, desde otra perspectiva, confiar en la astucia, talento y sagacidad del periodista para hacer ver como algo favorable aquello que podría ser contraproducente para el medio, para los otros o para sí mismo y tomar la decisión que le resulte conveniente. La primera hipótesis es más ética que la segunda, lo curioso; sin embargo, ambas son válidas moralmente hablando, todo depende de quién lo juzga.
Afortunadamente, como muchos harán la objeción, la ética tiene, a menudo, más fuerza que la moral. Los instintos, emociones y costumbres pueden inclinar al individuo hacia una conducta, pero la sanción social que conlleva vulnerar una norma ética resulta más poderosa que cualquier sanción penal. De esta manera, la carencia de condenas o reglamentos explícitos no tornan disfuncionales las normas implícitas aceptadas socialmente.
Ahondar a este respecto sería divagar e irse por las ramas de lo irrelevante en este momento. De manera que resulta más interesante comprender si es cierto que la ética tiene un poder indiscutible de coerción, con qué fin se deben transferir los supuestos éticos a la moral, por lo menos los esenciales (dado que no es posible dar fe de todas las situaciones probables); y si esto es posible, de qué manera es preciso lograrlo.
La respuesta es sencilla: El individuo teme la sanción social, considera sus efectos, mide sus alcances y evalúa su poder; no obstante, cuando existen en medio intereses que prevalecen por sobre el conocido coloquialmente ‘Qué dirán’, cuando el sujeto somete a un balance los juicios de los otros frente a lo que puede lograr tomando la decisión conveniente (aunque resulte anti-ética), cuando subestima las consecuencias a corto, mediano o largo plazo que acarrean sus decisiones y la forma en que las toma, más aún, cuando –y la duda lo consume por un relativo lapso de tiempo- se percata del estado de ignorancia o desconocimiento en que otros se encuentran frente a la norma ética operante y nota que las circunstancias le permiten y facilitan sacar ventaja del mismo; simplemente no hay código ético que valga. Todo se reduce, como vemos, a una cuestión de moral, ¿buena o mala?, depende de las razones que la motivan, depende de la situación, depende del mismo individuo, de quién es para los otros; depende del ángulo desde el que es observado y de quien lo hace. Eh ahí la razón que explica el porqué es imprescindible conducir la ética a la esfera de la costumbre, la convicción, los intereses, la pasión, la emoción, etc. “¿No puedes con el enemigo?... ¡Únete a él!”, reza un famoso refrán.
Ahora bien, no es posible ni sencillo catalogar la moral de un individuo como buena o mala, no hay manera de regular su conducta, no hay forma de sancionarla; desde la ética, sí lo es, el problema radica en que en diversas ocasiones no hay quien lo haga, o cómo lo haga, o a través de qué mecanismo; sea porque no despierta real preocupación en las personas, porque se asume que es al directamente afectado a quien le compete, porque las veces que se han adelantado procesos y dado trascendencia a violaciones éticas el producto ha sido una expresiva disculpa final, o porque la sanción social no es tan contundente ni drástica como se supone debiera ser.
La ética no se corrige pues por lógica interna, tiene sentido y validez en la medida en que plasma el ideal común de sociedad, lo deseable, lo conveniente en términos de la colectividad, de acuerdo al contexto en que opera. La moral, en cambio, sí. Cuanto más se acerca la moral a la ética, cuanto más coinciden, el periodista a su vez se hace profesional; se reconoce como tal, se siente como tal, mientras los demás lo notan de manera simultánea.
De tal manera, y en favor de una mejor comprensión, no es maduro, cuerdo y menos honesto pretender estar sujetos a una sanción social o penal, sometidos a un reglamento o supeditados al juicio externo cada que se actúa, cuando se sabe que cualquiera de estos condicionantes fluctúa en un momento dado, entra en el estado de relatividad del que no se escapa ninguna invención humana y entonces da paso a un acto de hipocresía en el cual el periodista sabe que hace las cosas mal pero justifica su conducta en la ausencia de un código, el desconocimiento de una ley, la inutilidad de una sanción, etc., y termina por degradarse a sí mismo, consciente o inconscientemente, y al sistema en su totalidad; no en vano el periodismo es catalogado hoy día como un oficio y no una profesión, no en vano se duda acerca de su utilidad y transparencia.
Lo que resta es el ideal del profesional del periodismo que sustenta su conducta en los principios de la buena fe que deben ser sus principios, no los de la institución, ni siquiera los de su familia. Las costumbres son asumidas por los individuos a lo largo de su vida pero ello no impide ser reemplazadas por otras que correspondan y sean consecuentes a lo que la sociedad espera de sus ciudadanos, no porque ésta lo exija, sino porque la voluntad de ellos así lo determina. La academia debe trabajar en ello haciendo uso de todos sus recursos; impartir los códigos éticos a manera de recetarios es un hecho de gran irresponsabilidad cuando lo que necesita la sociedad es gente comprometida con el bien común por convicción, por voluntad y no por temor.
El estudiante debe alcanzar un nivel de madurez que le permita descubrirse a sí mismo como profesional incluso antes de ser consciente de las leyes que rigen su campo de estudio, debe hacer de su conciencia una verdadera arma de justicia que actúe con respeto a la dignidad e integridad de las personas, por encima de las ambiciones o intereses particulares. El individuo debe llegar a concebir su trabajo como lo que es en realidad: un servicio social; una actividad por la cual está siendo remunerado pero que lo conduce a actuar para el beneficio de otros y no sólo el suyo. Sabe, a través de su intuición y ‘olfato’, en qué momento puede estar actuando de manera incorrecta; no requiere un semáforo, alarma o fiscal que se lo indique, y sabe también cómo corregirlo a tiempo, sin arriesgar su lugar, su trabajo, su nombre, etc., porque entiende que no hacerlo desencadena un monto de pérdidas mayor en contraste a todo lo que puede conservar y lograr cuando mide sus acciones conforme a los principios más elementales.
Finalmente el profesional del periodismo se proyecta más allá del presente o el futuro cercano, crea imagen favorable sobre sí mismo, protege su buen nombre, se posiciona a través de sus actuaciones, es autónomo y espera ser juzgado en función de sus mejores decisiones.
FUENTES CONSULTADAS:
1.ÁLAMO HERNÁNDEZ, Pablo. Texto Introductorio para la cátedra de Ética Profesional. Universidad de la Sabana. Facultad de Comunicación. Bogotá.
2.FAUNDES, Juan Jorge. El Rol de los Periodistas y su Marco Ético. Sala de Prensa. Web para los profesionales de la comunicación iberoamericanos. Febrero 2006. Vol.III. Consultado en sitio web: http://www.saladeprensa.org/art656.htm
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